miércoles, 25 de abril de 2018

Volver en el peor momento

Crucé la puerta y la lluvia empeoró a la vez. Chequeé la hora y ya era tarde. Para colmo, sin un mango para volverme en taxi. Guardé los papeles en la mochila, adentro de una bolsa de plástico para que no se arruinen. Salí a enfrentarme con el agua y esperar el colectivo.

Por suerte vino rápido. Tenía unos veinte minutos para repasar la mentira punto por punto, alguna vez escuché que la clave está en los detalles. Desde que lo aplico no falla. La cuestión, creo yo, es que los detalles vienen bien para cambiar el rumbo de la conversación.

Ok, estuve con los chicos desde que salí del trabajo hasta recién. Jugamos al truco, tomamos birra. Facundo nos contó que quiere cambiar de trabajo y el Chino está saliendo con una amiga de la hermana. Es bueno mechar verdades en el medio, no importa que eso me lo hayan contado por WhatsApp, da fuerza a la historia y previene que alguno de los dos se mande una cagada si los encontramos por la calle. Otra clave es depender sólo de uno mismo.

Si diez minutos pueden cambiarte todo, tres meses ni te cuento. El monoambiente que antes era suyo ahora es nuestro, ahora huele a vainilla, ahora es nuestro lugar y aunque sea más chico que mi habitación entra todo lo nuestro. Ella me espera en casa con la cena lista, porque hoy es jueves y le toca. Yo le llevo una historia para la entrada y un chocolate para el postre.

En el fondo me jode tener que mentirle, porque para colmo soy horrible para disimular mis caras. Si lo sabrá mi ex... me repitió "estás raro" una semana seguida hasta que me ganó por cansancio. Tengo que cambiar de tema rápido y listo.

Entre el beso de bienvenida y el "probá esto" ni se acuerda de preguntarme nada y yo no insisto en contarle tampoco. "Hoy cumplimos dos meses juntos, ¿te acordás? No importa, te entiendo, no te preocupes".Yo me quedo paralizado, intento disimular que sabía, que por eso el chocolate, que estamos grandes para regalarnos cosas por fechas en particular y más aún por cumplir meses. Ella se ríe, me da la razón y un libro que le comenté hace unos días que quiero comprar. "Me hacés muy feliz", me dice. Le digo que ella a mí también. Eso es verdad pero no ayuda.

Volvimos en el peor momento. Los análisis salieron mal, la médica me lo dijo con todo el profesionalismo, como si en las venas tuviera líquido refrigerante. Como si adelante no tuviera un tipo que está camino a morirse y le miente a la novia para disimular que no pasa nada.

martes, 17 de abril de 2018

Lo único inevitable

Te vas a morir, antes o después. La conciencia de la muerte es una de las características más identitarias del ser humano. No sólo sabés que puede pasar ante el peligro inminente, lo sabés en cualquier momento en que lo pensás. Es lo único que sabemos que es inevitable: nuestro fin.

Para muchos, cumplir años es sinónimo de estar un año más cerca de morir (más bien es tomar conciencia de ello, a lo sumo). Para otros, entre los que me incluyo, vale la pena el festejo porque implica que sobreviví un año más. Un año más la muerte me pasó por al lado sin tocarme.

Tendría unos quince años cuando alguien contó en una mesa que a un amigo suyo lo encañonaron, le robaron y, cuando ya había entregado todo, lo gatillaron. La bala no salió y los motochorros escaparon. Detengámonos un minuto. La bala no salió. Traten de intuir, activando la empatía, lo que pudieron ser las horas, los días siguientes de ese chico que en ese momento no tendría más de veinte.

La vida es asquerosamente frágil. Muchas zonas vitales están expuestas todo el tiempo. Decimos sin miedo, desafiantes, que mañana un loco toca un botón y desaparecemos todos, pero muy pocas veces medimos qué implica lo que estamos diciendo. Qué implica, por ejemplo, que de golpe y porrazo se caiga una maceta en la cabeza de un desgraciado, y le ponga los proyectos (y los cariños) en pausa eterna.

Una amiga, hace un tiempo, me preguntaba por qué soy tan cariñoso a la hora de saludar. La respuesta es sencilla, porque tengo miedo. Tengo terror de que sea la última vez que nos veamos y lo último que hayas recibido de mí haya sido un beso seco, al pasar, un "saludo general", un movimiento de mano a la distancia. Por eso también estoy contento de verte de nuevo.

Es un miedo de mierda, no te permite ni enojarte. Porque incluso ahora que estoy enojado odiaría que lo último que haya recibido de mí la persona con la que me enojé sea un visto en WhatsApp.  Es fija que después de publicar esto le hable, que me trague el orgullo que nunca supe tener, a pesar de que me duela. Porque incluso aunque no me muera mañana, sabiendo que mi fin se acerca cada vez más (tal vez despacio, tal vez rápido) no puedo permitirme estar lejos de los que quiero. Porque nada nos salva de la muerte.

¿Qué nos salvará de la vida? Probablemente cosas como ésta:





viernes, 13 de abril de 2018

Diez minutos de más

Siempre trato de salir diez minutos antes de la oficina, como quien no quiere la cosa. Ojo, que no es maldad ni vagancia, ni esquivar un bulto de último momento. Es el subte. Esos diez minutos hacen la diferencia entre poder sentarme o viajar enlatado. Después queda desear muy muy fuerte que no se suba ninguna embarazada, ningún viejo (la mitad de las veces pasa, igual, y cedo más por culpa que por educación).

Diez minutos no parecen nada, pero cuando lo medís en situaciones así te das cuenta de que te puede cambiar el día. La lluvia es otro ejemplo: si salgo ahora llego seco, si salgo en diez me agarra a traición y llego hecho sopa, a punto caramelo para una gripe. El viernes pasado se me combinó todo: tuve que quedarme diez minutos de más por esos proyectos que nacen hoy pero tienen que estar para ayer y la tormenta se largó cuando había hecho una cuadra.


Me apreté en el vagón con una mezcla a partes iguales de agua y frustración. Al menos el calor humano previno la neumonía los cuarenta minutos hasta que me tocó bajar. Cuando salí lloviznaba un poco, pero ya sin molestar. A la vuelta de mi casa, veinte minutos desfasado de lo convencional, apareció adelante mío con un buzo con capucha que le quedaba grande. Nos despedimos cuando teníamos 16 y estamos al borde de los 23. 


Nos vimos a la vez y nos reconocimos al instante. Fue tan evidente que no pudimos ni hacernos los boludos y seguir de largo. Creo que a ella hasta se le escapó un gritito, o capaz fui yo. Ella me reconoció aunque ahora tengo barba y anteojos, yo la reconocí aunque haya crecido unos centímetros, se haya cortado el pelo y se le hayan terminado de desarrollar las tetas (o capaz se las hizo, no le pregunté).

Quisimos ensayar un saludo casual y al paso pero no nos salió. Nos quedamos mirándonos de arriba abajo. Ella reaccionó primero y amagó a abrazarme mientras me preguntaba "¿cómo estás?", yo reaccioné cuando ya la tenía encima, mientras respondía con el cariño de un autómata. Cuando pude hablar le pregunté qué hacía acá, si se había mudado a la otra punta del país hacía tanto. Resulta que se hartó y se mudó acá a una cuadra, que no tenía idea de que yo me había mudado también desde la provincia, que quería recibirse de diseñadora y allá no era tan fácil.

Habremos pasado unos quince minutos abajo de un techito hasta que nos decidimos por fin a tomar un café en un barcito de la zona. No me animé a invitarla a casa. Nos conocíamos de chicos y habíamos salido unos meses, con ese amor intenso adolescente, pero el trabajo del padre se la llevó a seguir con su vida en otro lado. En ese momento nos pareció una buena idea prometernos no intentar hablar para no sufrirlo más de la cuenta. No supimos más del otro.


Y ahora la tenía enfrente, con el pelo cortito y los mismos ojos curiosos de siempre. Yo, haciendo más esfuerzo por no parecer imbécil que por parecer interesante. No nos insinuamos en ningún momento, no paramos de hablar en ningún momento. Pasamos tres horas hasta que el bar cerró y la acompañé. Nos saludamos con un abrazo e hice las dos cuadras a casa pensando en por qué en ningún momento le conté que llevaba dos años en pareja.