Siempre trato de salir diez minutos antes de la oficina, como quien no quiere la cosa. Ojo, que no es maldad ni vagancia, ni esquivar un bulto de último momento. Es el subte. Esos diez minutos hacen la diferencia entre poder sentarme o viajar enlatado. Después queda desear muy muy fuerte que no se suba ninguna embarazada, ningún viejo (la mitad de las veces pasa, igual, y cedo más por culpa que por educación).
Diez minutos no parecen nada, pero cuando lo medís en situaciones así te das cuenta de que te puede cambiar el día. La lluvia es otro ejemplo: si salgo ahora llego seco, si salgo en diez me agarra a traición y llego hecho sopa, a punto caramelo para una gripe. El viernes pasado se me combinó todo: tuve que quedarme diez minutos de más por esos proyectos que nacen hoy pero tienen que estar para ayer y la tormenta se largó cuando había hecho una cuadra.
Me apreté en el vagón con una mezcla a partes iguales de agua y frustración. Al menos el calor humano previno la neumonía los cuarenta minutos hasta que me tocó bajar. Cuando salí lloviznaba un poco, pero ya sin molestar. A la vuelta de mi casa, veinte minutos desfasado de lo convencional, apareció adelante mío con un buzo con capucha que le quedaba grande. Nos despedimos cuando teníamos 16 y estamos al borde de los 23.
Nos vimos a la vez y nos
reconocimos al instante. Fue tan evidente que no pudimos ni hacernos los
boludos y seguir de largo. Creo que a ella hasta se le escapó un gritito, o
capaz fui yo. Ella me reconoció aunque ahora tengo barba y anteojos, yo la
reconocí aunque haya crecido unos centímetros, se haya cortado el pelo y se le
hayan terminado de desarrollar las tetas (o capaz se las hizo, no le pregunté).
Quisimos ensayar un
saludo casual y al paso pero no nos salió. Nos quedamos mirándonos de arriba
abajo. Ella reaccionó primero y amagó a abrazarme mientras me preguntaba "¿cómo estás?", yo reaccioné cuando ya la tenía encima, mientras respondía con el cariño de un autómata. Cuando pude hablar le pregunté qué hacía acá, si se había mudado a la otra punta del país hacía tanto. Resulta que se hartó y se mudó acá a una cuadra, que no tenía idea de que yo me había mudado también desde la provincia, que quería recibirse de diseñadora y allá no era tan fácil.
Habremos pasado unos quince minutos abajo de un techito hasta que nos decidimos por fin a tomar un café en un barcito de la zona. No me animé a invitarla a casa. Nos conocíamos de chicos y habíamos salido unos meses, con ese amor intenso adolescente, pero el trabajo del padre se la llevó a seguir con su vida en otro lado. En ese momento nos pareció una buena idea prometernos no intentar hablar para no sufrirlo más de la cuenta. No supimos más del otro.
Y ahora la tenía enfrente, con el pelo cortito y los mismos ojos curiosos de siempre. Yo, haciendo más esfuerzo por no parecer imbécil que por parecer interesante. No nos insinuamos en ningún momento, no paramos de hablar en ningún momento. Pasamos tres horas hasta que el bar cerró y la acompañé. Nos saludamos con un abrazo e hice las dos cuadras a casa pensando en por qué en ningún momento le conté que llevaba dos años en pareja.
No hay comentarios:
Publicar un comentario