Está hecho. No tiene vuelta atrás. En parte, sabés que es mejor así. Diste el paso y las consecuencias parecen venir en avalancha. La mayoría las viste venir, pero algunas ni las sospechaste. Para el caso es igual, porque hay que hacerles frente de todas formas. De eso se trata, de ponerle el pecho.
A veces toca dar el salto. Llega el punto exacto donde no podés evaluar más posibilidades, no podés tener en cuenta más escenarios, no podés seguir pensando en todo lo que podría o no pasar. Todas esas cosas que te queman la cabeza las tenés que dejar a un costado para avanzar. Y en realidad el momento en el que esto pasa es porque ya no importan las posibilidades, ya no importan los escenarios, ya no importa lo que podría pasar. Lo que te carcome por dentro es mucho más grande y mucho más fuerte que todo eso. No podés seguir así. Llega ese instante en el que o se hace algo o se explota, donde se habla o se calla para siempre. Donde se decide de una vez y para siempre, porque las consecuencias van a cambiar el rumbo de forma definitiva y va a haber algo que ya no va a volver a ser de la misma forma nunca más.
Esos momentos los comparo con el momento en el que te ponen los arneses en la montaña rusa. Hiciste una fila de quince minutos, de media hora o de dos y ahí estás, preparado para un viaje que va a inyectar en tu cerebro una dosis soberbia de adrenalina. Y vos sabés que va a ser así y la tensión aumenta antes de que empiece, ya en el momento en el que te sentás. Venís jugadísimo. Es como cuando te subiste al trampolín… no vas a volver a bajar por la escalera que subiste. Esa tensión genera una impaciencia monstruosa, al punto que es preferible terminar con ella avanzando que seguir sufriéndola. Y esperar la reacción que a esa acción sucede.
Creo que lo más gratificante de eso es la libertad del instante entre que la tensión de avanzar termina y las consecuencias llegan. Cuando escuchás que los carritos de la montaña rusa empiezan a andar. Ese momento exacto en el que el miedo quedó pintado ante nuestro ataque de valentía y nos entregamos no con resignación sino abrazando lo que pueda llegar. Y solamente podemos hacerlo porque antes soltamos, antes decidimos que la carga era más de la que podíamos seguir sosteniendo. El miedo, la resignación y las ideas que te consumen la cabeza quedaron atrás. Así tenía que ser.
Siempre estuve en contra de pensar que el fin justifica los medios porque me parece una idea cobarde. Es el ímpetu de no hacerse cargo de los medios utilizados solamente porque consideramos que el fin fue justo. Ya con eso basta para lavarse las manos. En cambio creo que si elegimos un medio tiene que convencernos y tenemos que poder defenderlo. Y, si fue equivocado, asumirlo. Asumir la reacción que nuestra acción provocó. Pero a diferencia de la física, en la vida la reacción no suele ser equivalente y casi nunca es sólo en sentido inverso. Por el contrario, las reacciones o son menores o son exponencialmente mayores y se disparan hacia todos lados. Tus acciones pueden tener repercusiones que no solamente te afecten a vos, sino también a muchas otras personas. Te conviene estar de acuerdo con ellas.
A veces toca dar el salto. Llega el punto exacto donde no podés evaluar más posibilidades, no podés tener en cuenta más escenarios, no podés seguir pensando en todo lo que podría o no pasar. Todas esas cosas que te queman la cabeza las tenés que dejar a un costado para avanzar. Y en realidad el momento en el que esto pasa es porque ya no importan las posibilidades, ya no importan los escenarios, ya no importa lo que podría pasar. Lo que te carcome por dentro es mucho más grande y mucho más fuerte que todo eso. No podés seguir así. Llega ese instante en el que o se hace algo o se explota, donde se habla o se calla para siempre. Donde se decide de una vez y para siempre, porque las consecuencias van a cambiar el rumbo de forma definitiva y va a haber algo que ya no va a volver a ser de la misma forma nunca más.
Esos momentos los comparo con el momento en el que te ponen los arneses en la montaña rusa. Hiciste una fila de quince minutos, de media hora o de dos y ahí estás, preparado para un viaje que va a inyectar en tu cerebro una dosis soberbia de adrenalina. Y vos sabés que va a ser así y la tensión aumenta antes de que empiece, ya en el momento en el que te sentás. Venís jugadísimo. Es como cuando te subiste al trampolín… no vas a volver a bajar por la escalera que subiste. Esa tensión genera una impaciencia monstruosa, al punto que es preferible terminar con ella avanzando que seguir sufriéndola. Y esperar la reacción que a esa acción sucede.
Creo que lo más gratificante de eso es la libertad del instante entre que la tensión de avanzar termina y las consecuencias llegan. Cuando escuchás que los carritos de la montaña rusa empiezan a andar. Ese momento exacto en el que el miedo quedó pintado ante nuestro ataque de valentía y nos entregamos no con resignación sino abrazando lo que pueda llegar. Y solamente podemos hacerlo porque antes soltamos, antes decidimos que la carga era más de la que podíamos seguir sosteniendo. El miedo, la resignación y las ideas que te consumen la cabeza quedaron atrás. Así tenía que ser.
Siempre estuve en contra de pensar que el fin justifica los medios porque me parece una idea cobarde. Es el ímpetu de no hacerse cargo de los medios utilizados solamente porque consideramos que el fin fue justo. Ya con eso basta para lavarse las manos. En cambio creo que si elegimos un medio tiene que convencernos y tenemos que poder defenderlo. Y, si fue equivocado, asumirlo. Asumir la reacción que nuestra acción provocó. Pero a diferencia de la física, en la vida la reacción no suele ser equivalente y casi nunca es sólo en sentido inverso. Por el contrario, las reacciones o son menores o son exponencialmente mayores y se disparan hacia todos lados. Tus acciones pueden tener repercusiones que no solamente te afecten a vos, sino también a muchas otras personas. Te conviene estar de acuerdo con ellas.
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