martes, 18 de agosto de 2015

Poder decir adiós es crecer

 Creo que uno de los “clicks” más importantes del paso a la adolescencia es el descubrir que la vida no es pura alegría, felicidad y algodón de azúcar. De hecho toda la adolescencia se ve marcada con esto: primero una gran frustración al descubrir falibles a nuestros padres –que eran nuestros modelos- y al descubrirnos vulnerables a nosotros mismos. Después con esto viene la rebeldía, la resistencia a un mundo hostil e inseguro. Y es en la adolescencia, generalmente, cuando empezamos a tener decepciones con las personas. Descubrimos, también, que no sólo las demás personas no actúan como nosotros o como a nosotros nos gustaría, sino que algunos parecen empeñarse en hacer exactamente lo contrario a lo que nuestra moral nos indica. ¿Por maldad? No. Bueno, a priori la respuesta sería que no, que nadie se pondría a contrariarnos por mero gusto... aunque en realidad eso es algo que en lo que YO no gastaría mi tiempo. 

 ¿Hacemos bien en esperar algo del otro? Si. No. Tal vez, depende. Cuando uno entabla cualquier tipo de relación por elección -hablando de amistad y pareja, no de familia-, lo hace basándose en la confianza. Confianza en que no va a ser traicionado, confianza en que el otro no va a aprovechar nuestras confidencias para hacernos daño, confianza en que el otro va a apoyarnos, confianza en que el otro va a hacer cosas para vernos bien. ¿Está mal esperar eso? Depende. Partamos de una base: no se puede esperar de un burro más que una patada. Por otro lado, la gente es lo que es, independientemente de nosotros. Entonces, la otra persona puede actuar de forma distinta a la que yo querría, actuaría o incluso llegara a pensar. Eso no está mal: somos personas libres y cada uno hace lo que le viene en gana. Recordemos que nuestra Constitución nos permite hacer todo lo que la ley no prohíbe. ¿Tenemos que dejar, entonces, que nos pisoteen, que se caguen en nosotros y nos destrocen? No. Ahí entra en juego nuestra libertad: nosotros podemos elegir no soportar esas situaciones. 

 Por motivos prácticos suelo elegir ejemplos exagerados para explicarme. Persona X tiene una manía: habla de los defectos físicos de la gente que tiene alrededor. Él/ella argumenta -con razón, quizás- que él/ella es así, que es su forma de ser y no tiene por qué cambiarla, que nada le impide ser así. ¿Tenemos, entonces, la obligación de relacionarnos con él/ella? No, para nada, jamás. Nos relacionamos, al fin y al cabo, con gente que nos es afín. Y eso es bueno, porque potencia nuestras habilidades, nos relaja, nos cuida, nos hace más felices. Hace un tiempo pensé que, si hay alguien que elegiste que esté en tu vida, debería ayudarte a ser mejor persona. En cualquiera de los sentidos que ello implique. No porque alguien deba "sernos útil", sino porque si no es así, esa persona nos está sacando la energía, nos está lastimando. Y en base a eso me surgió, hace algunos años, lo que me gusta llamar "la Teoría de la Tostada". 

 La Teoría de la Tostada nació en un momento particular de mi vida. Fue un día de la madre, algunos años atrás, cuando yo decidí hacerle el desayuno a mi mamá y se me quemaron las tostadas. ¿Qué hace alguien que saca tarde del fuego unas tostadas? Las raspa, para sacarles lo quemado. En ese momento había una persona que, por distintos motivos, me había lastimado más de lo que me hubiera gustado. Y ahí entendí todo. El gusto a quemado es particularmente invasivo: si no raspás a conciencia la tostada corrés el riesgo de que lo que quede quemado arruine el gusto de toda la tostada. Comparé entonces a mi vida con un pan: lo había dejado mucho tiempo al fuego –dolor- y ya estaba quemado… y lo quemado tenía que rasparlo. Iba a doler, lo sabía… pero cualquier vestigio que dejase iba a arruinarme el sabor de cada momento. Hay gente que, queriendo o no, en nuestra vida hace demasiado daño. Y en algún momento, por amor propio, hay que decir “hasta acá” y frenar. Y a veces hay que eliminar todo tipo de relación y todo tipo de vestigio. Esto implica también dejar de hablar de esa persona: criticarla equivaldría a seguir masticando lo mismo. Entonces, aunque duela, hay que “raspar” a esa persona tanto como se pueda de nuestra existencia. Sacarla de nuestro sistema como si de una enfermedad se tratara. El resto… que el tiempo se encargue de curar. 

Soltar no es decir adiós, es decir gracias 

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