jueves, 23 de agosto de 2018

El chequeo que nadie pidió

Hay un tipo de especímen digital cuya contraparte tangible es gente gris del tipo que mira programas donde un mago revela cómo se hacen los trucos y después corre a contárle al resto, aunque nadie le haya preguntado nunca. Ojo, que no está mal tener intereses y compartirlos, pero no hay necesidad de matarle a nadie el chico que lleva adentro, por mucho que el tuyo esté podrido hace rato.

Todo esto surge, como mucho de lo que nos asalta a los nativos digitales, de un hilo de Twitter. Una española cuenta que se encontró un celular sin contraseña y de repente se enfrentó a una sucesión de cosas misteriosas. Al momento de escribir esto, ella todavía no terminó. Cualquiera con Twitter no debe haberse olvidado de la historia de Manuel Bartual y su doppelgänger y varios deben conocer más hilos del mismo estilo. El twittero sufre, de golpe, algo muy raro que lo saca de su cotidianeidad y lo comparte en la red. Como la gente es curiosa y el estilo del twittero es realista, se va compartiendo el hilo y se viraliza. La gente, cuando puede, además interviene dando ideas o ayudando a descifrar pistas, y eso está muy bien. Pero hay otro tipo de sujeto virtual que interviene no para ayudar, sino para decir que se trata de una ficción, que no tiene sentido seguirle el juego. A esa gente no puedo más que desearle unas fuertes hemorroides.

Estos especímenes no son modernos para nada, ya hablaba Dolina en el 88 de "Los Refutadores de Leyendas" y Casciari en 2004 de "Los mata-magia". Gente que si le preguntás seguro acusa altruismo, dice que lo hace para sacarle la venda de los ojos a la gente, pero en realidad los mueve la soberbia. Los mueve el pensarse más vivos que el resto, más despiertos frente a los que nos engañan y los mueve la necesidad imperiosa de demostrarlo. No sospechan, ni por asomo, que nosotros podemos darnos cuenta solos o que no queremos darnos cuenta para disfrutar enteramente de la experiencia que ofrece el artista.

Claro que no hablo de cosas serias, como el discurso de un político. El "andá a chequearlo" está muy bien cuando se trata de alguien que basa su discurso en datos incomprobables. Pero, ¿quién te manda a chequear si es cierta o no la historia del abuelo que sufre en un bar la pérdida de su compañera de toda la vida o las palabras de aliento que te dio un desconocido en la calle? ¿Qué sentido tiene saber si el twittero armó minuciosamente la historia cuando parte fundamental de la obra es precisamente jugar con la credibilidad y la cuarta pared? ¿Esta gente va a los teatros a gritarle a los actores que encarnan una mentira, que no se llaman así ni son así en su día a día?

Creo que es un problema de la virtualidad, dentro de las tantas ventajas hay que pagar algunos precios. En la vida tangible uno al menos no sufre el asalto de un desconocido que se cree piola. No te aparece por la espalda un desagradable, en un show callejero de magia, a contarte los pormenores del truco. En el fondo, además de enojo me dan un poco de pena por su increíble falta de capacidad de entender que una mentira no es más que un recurso literario. 

martes, 14 de agosto de 2018

Te amo. Te odio. Dame más.

Otra noche acostado pero despierto a las tres de la mañana. Era insomnio provocado: la luz azul de las pantallas dicen que saca el sueño. Llevaba dos horas no intentando dormir, sino superar mi propia puntuación en algún juego idiota. De repente, se abrió la puerta.

Mi cerebro no tuvo tiempo de procesar todo a la vez y casi hace colapsar todo el sistema respiratorio. Primero pensé que era mamá (que a veces se olvida del concepto de "privacidad"), al toque me di cuenta de que no había escuchado sus pasos torpes. Es más, el picaporte no hizo ruido al abrirse. Entonces se prendió la luz y terminé de congelarme al ver a una desconocida. Bueno, no realmente. En lo que tardé en recuperar la respiración pude verla bien. El pelo larguísimo con mechones de varios colores en una armonía extraña. Encima no llevaba ningún lujo: remera, pollera y zapatillas negras. Los ojos marrones no tenían ningún rasgo en particular, pero en su mirada estaban todas las miradas de la gente que alguna vez conocí. Ahí me di cuenta de que era Creatividad.

-Calmate, infeliz.

De alguna manera sabía que nunca había escuchado esa voz pero me era familiar. El tono, ni muy agudo ni muy grave, era agradable. Y lo que dijo, aunque violento, fue sin levantar la voz.

-¿Se puede saber qué estás haciendo?

Balbuceé una respuesta. La cara de culo se le hizo más notoria y me dejó mudo del todo. Esperó unos segundos antes de la siguiente pregunta.

-¿Qué hacés, que no estás trabajando?

En general no soy bueno para contestar reproches, mucho menos cuando estoy en ropa interior. Ensayé algunas excusas del mismo calibre que las que uso conmigo mismo. Que mañana, que no tengo tiempo, que ella nunca viene cuando yo quiero empezar a hacer algo. Me cruzó la cara de un bife.

-¿Qué hacés vos para que yo venga, pelotudo? ¿De qué tiempo me hablás, si no tuviste tanto tiempo libre desde que dejaste la facultad? 

Tenía razón pero no me animé a interrumpirla para decírselo. Hubiera sido peor.

-Te vengo bancando desde adolescente, cuando llegaba y vos me querías pintar los labios y poner collares y anillos. ¡Como si yo no fuera hermosa, estúpido! Todavía te cuesta aceptarme como vengo y querés decorarme como si fuera parte de tu habitación. Eso cuando no me despreciás como a los linyeras a los que ni mirás cuando te piden un mango.

-¿Cuándo te desprecié?

-Montones de veces. Te hablo al oído, casi siempre cuando vas por la calle sin auriculares y me podés escuchar bien. Te entusiasmás y todo, pero cuando llegás a tu casa en vez de sentarte a escribir te ponés a pelotudear.

-Pasa que cuando me pongo frente a la hoja en blanco me parece que no estoy por decir nada nuevo, nada interesante. No puedo reinventar la rueda.

Me volvió a pegar, del otro lado y más fuerte. Me quedaron zumbando los oídos.

-¿Vos te pensás que es la misma rueda la de hoy que la de la prehistoria? Todos los días alguien reinventa la rueda. Obvio que no el funcionamiento base, pero sí la hacen de tal o cual color, o mejor para determinadas cosas.

No sabía qué decirle, así que siguió hablando ella.

-Además, no es que te esfuerces mucho por reinventar cosas. Nunca te encuentro trabajando. Casi nunca me llamás. A veces hasta pasás semanas sin verme reflejada en lo que hacen los demás. Ni siquiera tenés la decencia de salir a buscarme a la calle, te la pasás todo el día encerrado como si fuera a pasarte algo súper interesante entre cuatro paredes. Para colmo, alienado y esclavo de las pantallas.

Me retó un rato más, ya no me acuerdo del todo. Se fue serenando de a poco y mostrándose seria pero calmada. No sonrió en ningún momento. Antes de volver a salir por donde entró sin que yo intente seguirla me dejó una advertencia.

-Te la hago corta, para terminar. Dame bola, laburá para que te encuentre. Mirame en otros ojos y en la calle. Si vas a seguir con eso de "no tengo tiempo" no vuelvo más.

Tardé algunos minutos en recuperarme. Desinstalé los juegos del celular tratando de no pensar demasiado para no arrepentirme. Después me levanté de la cama de un salto, dispuesto a trabajar toda la noche. Pero antes, un videito de YouTube...


lunes, 16 de julio de 2018

Lamento tus muertos

Por cuestiones de oficio y de hobbies me he cruzado muchísimas veces con gente que confunde hablar con elegancia, solemnidad o nivel con hablar en "neutro" (tal cosa no existe, pero así nos referimos a los doblajes tan simpáticos que recibimos desde la más tierna infancia). Por dar ejemplos, cuando escriben "el cual" en vez de "que" o escriben "iremos" en lugar de "vamos a ir", que es mucho más rioplatense.

Tal vez venga de ahí que, cuando a alguien se le muere un ser querido, le digamos "lo lamento". Suena terriblemente anticlimático: "lo lamento". Es una patada en la boca para el que lo dice y una patada en la oreja (o en los ojos) para el receptor también. No es natural, sentimos como si otro nos hubiera usado la boca. No tiene nada que ver con ninguna de nuestras expresiones porque no usamos el verbo "lamentar" como el resto de los hispanohablantes. Nunca decimos "lo lamentarás", a lo sumo "te vas a arrepentir". Y cuando estamos muy arrepentidos por algo tampoco decimos "lo lamento", sino que pedimos perdón.

¿Qué decimos con "lo lamento"? La mayoría de las veces ni siquiera sufrimos por el difunto (que capaz ni conocemos), sino por la persona viva a la que le duele la pérdida. Es decir, ni siquiera "lamentás" la muerte, sino el sufrimiento del vivo. Tampoco usamos la palabra "pena", más que en su sentido jurídico. Lo que queremos decir, capaz, es "me pone muy triste lo que pasó porque te quiero y tu dolor me duele un poco también", en el mejor de los casos (cuando la expresión no viene obligada por el careteo de que te acaba de contar la tragedia alguien que te importa más bien poco). Pero es muy largo, y en esos momentos uno se siente tan torpe...

¿Qué decimos entonces? No me es orgullo tener cancha en el asunto, pero es que tampoco me quedó otra. He sido receptor de todo tipo de muestras de acompañamiento, algunas genuinas y muchas otras de cotillón. No los culpo, tampoco, porque en perspectiva uno se da cuenta que tampoco sabe qué hacer desde el otro lado. El tema está en que, genuinas o de cotillón, las palabras sirven más bien poco. No importa quiénes "lo lamenten", no importa que "está en el cielo" (porque yo lo quiero acá, conmigo), no importa que haya tenido "una buena vida", ni muchos otros clichés. Nada hace la diferencia.

Lo que sí me hizo la diferencia, en el fondo, fue saber a quiénes tenía alrededor y acompañándome de verdad, desde donde pudieran (aunque fuera en silencio).

martes, 22 de mayo de 2018

Cuando se escapa el alma

Creo que fue en la secundaria cuando leí Bodas de Sangre, ya no me acuerdo si porque quise o porque me lo mandaron a leer. En las primeras dos páginas plantea (aunque es un tema recurrente en la obra) la fragilidad de los cuerpos, tan expuestos al desastre como si los años que llevan encima no hubieran valido nada. En otro posteo hablo específicamente de cómo esa conciencia me afecta en cuanto a mi propia fragilidad.

Quedamos en vernos a las 8, 8 y cuarto todavía no está. Bueno, siempre llega tarde, no será para tanto. Es una lástima que tampoco atienda al WhatsApp, y que su última conexión haya sido hace más de una hora. ¿Me habré confundido con la dirección? No, acá está, se la dije bien y acá dice que nos encontramos a las 8. Compruebo hasta el día para que el miedo quede en segundo plano un rato más (como otra pestaña en mi navegador cerebral). Sin embargo, lo puedo escuchar susurrarme "che, ¿no le habrá pasado algo?". Primero despacito, la racionalidad controla la pelota porque todo apunta a lo evidente: sólo se le hizo un poco tarde, con esta ciudad de locos es normal. Pero minuto a minuto va ganando más terreno, hasta gritarme en el oído "por favor, que no haya pasado nada". El alma se me escapa de a poco y la desesperación se me traduce en el cuerpo aunque peleo por no sacarla afuera, porque estoy en público. Al final la persona llega, me vuelve el alma al cuerpo y, aunque la puteo un poco, no puedo estar más contento.

Lucho con eso cada vez que me pasa, trato de ser racional, pero conforme pasa el tiempo voy perdiendo la pulseada. Después puedo ser feliz tranquilo, puedo seguir con mi vida y tolerar el sudor frío cuando la calma ya volvió. Me siento un estúpido, dándole valor a un miedo que ya sé que se equivocó muchas veces. Sé que en mayor o en menor medida mi sentimiento se repite todos los días en muchas personas, porque entendemos todos que el mundo es un lugar hostil y entendemos que las personas que amamos, al igual que nosotros, están en un riesgo constante. Admiro mucho a los que pueden mantener la cabeza fría en momentos así, a mí me cuesta en general. Sé lo que es sentir que se te escapa el alma y sentir que te vuelva al cuerpo.

Sé también que, atrás de cada uno de nosotros que putea y que abraza mientras agradece que su mundo sigue bien, hay gente que el sentimiento de calma no les llega nunca. Personas que no aparecieron ni 8 y media, ni a las 9, ni a las 11. Personas que quedaron plantadas para siempre en una esquina, aunque después hayan ido a otra parte. El alma no les volvió, se quedó pululando en busca del otro, como el perro Hachiko en la estación del tren. Lo terrible del miedo es que a veces no se equivoca.

martes, 8 de mayo de 2018

No saber por dónde empezar

"Ok, vamos a sentarnos a escribir. Voy a escribir sobre... ¿qué? Bueno, pensemos. ¿Esto? No, no me convence. ¿Esto otro? No. Esto, dale. ¿Cómo empiezo? No, así no. Así. ¿Y ahora cómo sigo? No, lo dejo a un costado. Empiezo con otra cosa..."

Si no me equivoco es Stephen King el que dice que hay que escribir dos mil palabras por día, de lo que sea. No sorprende que tenga alrededor de 60 novelas escritas, sin contar colecciones de relatos. La mayoría de los que hablan sobre el oficio de escribir comparten, sin embargo, en que hay que escribir para aflojar la mano. Son pocas las veces que puedo evitar la secuencia de no saber por dónde carajo empezar. Tengo problemas con la hoja en blanco, pero tengo más problemas aún con seguir sin saber dónde voy a terminar o por dónde quiero pasar.

Hoy se me ocurrió la brillante idea de revisar cosas viejas que hubiera escrito, que hubiera dejado por la mitad a ver si puedo darles una vuelta de tuerca y terminarlas. Resulta que en la computadora guardo cosas que escribo desde los 10 años. Sé que es una boludez juzgar a mi yo de 15 años por las pavadas que escribía, ¿pero mi yo de 18? ¿El de 20? La madre que me parió, leo pedantería a cada párrafo. Leo un estilo que pretende ser épico o interesante desde lo rimbombante de las palabras más que desde el contenido. Me odio un poco.

Siento que no puedo avanzar entre las ideas de mierda. Siento vergüenza, me pregunto si habré avanzado algo aunque sea. Me río de mis propias ocurrencias o motivaciones. Me leo hablándome a mí mismo de otras edades desde una edad que yo tampoco ya tengo. Me veo en opiniones que conservo y en otras que ya no tengo. Me alegro al menos en descubrir la lógica de por qué pensaba de determinada manera y qué me hizo cambiar de opinión (eso me ayuda a perdonarme un poco).

Qué difícil escribir ahora pensando que en dos años me va a dar indigestión leerme. Lo dije hace poco y lo repito: aunque me haga cargo de todo lo que hay en este blog, no me animo a leer los primeros escritos. Tengo terror. No sé si me da más miedo encontrarme en ideas de mierda o en una escritura de mierda. O ambas.

Pensándolo bien, y desde otro lado, también debe ser una cagada mirar para atrás y descubrirse genial. Descubrir que se alcanzó un nivel altísimo, de excelencia. ¿Cómo escribir pensando que ya escribiste lo mejor que podías dar? ¿Qué pasa si no estás ni a tu propia altura? Al final es una suerte que no me pase.

miércoles, 25 de abril de 2018

Volver en el peor momento

Crucé la puerta y la lluvia empeoró a la vez. Chequeé la hora y ya era tarde. Para colmo, sin un mango para volverme en taxi. Guardé los papeles en la mochila, adentro de una bolsa de plástico para que no se arruinen. Salí a enfrentarme con el agua y esperar el colectivo.

Por suerte vino rápido. Tenía unos veinte minutos para repasar la mentira punto por punto, alguna vez escuché que la clave está en los detalles. Desde que lo aplico no falla. La cuestión, creo yo, es que los detalles vienen bien para cambiar el rumbo de la conversación.

Ok, estuve con los chicos desde que salí del trabajo hasta recién. Jugamos al truco, tomamos birra. Facundo nos contó que quiere cambiar de trabajo y el Chino está saliendo con una amiga de la hermana. Es bueno mechar verdades en el medio, no importa que eso me lo hayan contado por WhatsApp, da fuerza a la historia y previene que alguno de los dos se mande una cagada si los encontramos por la calle. Otra clave es depender sólo de uno mismo.

Si diez minutos pueden cambiarte todo, tres meses ni te cuento. El monoambiente que antes era suyo ahora es nuestro, ahora huele a vainilla, ahora es nuestro lugar y aunque sea más chico que mi habitación entra todo lo nuestro. Ella me espera en casa con la cena lista, porque hoy es jueves y le toca. Yo le llevo una historia para la entrada y un chocolate para el postre.

En el fondo me jode tener que mentirle, porque para colmo soy horrible para disimular mis caras. Si lo sabrá mi ex... me repitió "estás raro" una semana seguida hasta que me ganó por cansancio. Tengo que cambiar de tema rápido y listo.

Entre el beso de bienvenida y el "probá esto" ni se acuerda de preguntarme nada y yo no insisto en contarle tampoco. "Hoy cumplimos dos meses juntos, ¿te acordás? No importa, te entiendo, no te preocupes".Yo me quedo paralizado, intento disimular que sabía, que por eso el chocolate, que estamos grandes para regalarnos cosas por fechas en particular y más aún por cumplir meses. Ella se ríe, me da la razón y un libro que le comenté hace unos días que quiero comprar. "Me hacés muy feliz", me dice. Le digo que ella a mí también. Eso es verdad pero no ayuda.

Volvimos en el peor momento. Los análisis salieron mal, la médica me lo dijo con todo el profesionalismo, como si en las venas tuviera líquido refrigerante. Como si adelante no tuviera un tipo que está camino a morirse y le miente a la novia para disimular que no pasa nada.

martes, 17 de abril de 2018

Lo único inevitable

Te vas a morir, antes o después. La conciencia de la muerte es una de las características más identitarias del ser humano. No sólo sabés que puede pasar ante el peligro inminente, lo sabés en cualquier momento en que lo pensás. Es lo único que sabemos que es inevitable: nuestro fin.

Para muchos, cumplir años es sinónimo de estar un año más cerca de morir (más bien es tomar conciencia de ello, a lo sumo). Para otros, entre los que me incluyo, vale la pena el festejo porque implica que sobreviví un año más. Un año más la muerte me pasó por al lado sin tocarme.

Tendría unos quince años cuando alguien contó en una mesa que a un amigo suyo lo encañonaron, le robaron y, cuando ya había entregado todo, lo gatillaron. La bala no salió y los motochorros escaparon. Detengámonos un minuto. La bala no salió. Traten de intuir, activando la empatía, lo que pudieron ser las horas, los días siguientes de ese chico que en ese momento no tendría más de veinte.

La vida es asquerosamente frágil. Muchas zonas vitales están expuestas todo el tiempo. Decimos sin miedo, desafiantes, que mañana un loco toca un botón y desaparecemos todos, pero muy pocas veces medimos qué implica lo que estamos diciendo. Qué implica, por ejemplo, que de golpe y porrazo se caiga una maceta en la cabeza de un desgraciado, y le ponga los proyectos (y los cariños) en pausa eterna.

Una amiga, hace un tiempo, me preguntaba por qué soy tan cariñoso a la hora de saludar. La respuesta es sencilla, porque tengo miedo. Tengo terror de que sea la última vez que nos veamos y lo último que hayas recibido de mí haya sido un beso seco, al pasar, un "saludo general", un movimiento de mano a la distancia. Por eso también estoy contento de verte de nuevo.

Es un miedo de mierda, no te permite ni enojarte. Porque incluso ahora que estoy enojado odiaría que lo último que haya recibido de mí la persona con la que me enojé sea un visto en WhatsApp.  Es fija que después de publicar esto le hable, que me trague el orgullo que nunca supe tener, a pesar de que me duela. Porque incluso aunque no me muera mañana, sabiendo que mi fin se acerca cada vez más (tal vez despacio, tal vez rápido) no puedo permitirme estar lejos de los que quiero. Porque nada nos salva de la muerte.

¿Qué nos salvará de la vida? Probablemente cosas como ésta: